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ABANDONARSE..........5
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Pero también aquí es la mística la que intenta llegar al sentido puro de la religión en cuanto tal, libre de todo contacto con lo "ajeno" de la realidad empírico-sensible y con el mundo de imágenes y representaciones sensibles. En la mística opera la dinámica pura del sentimiento religioso, la cual pugna por abandonar y disolver todos los rígidos datos exteriores. El vínculo del alma humana con Dios no encuentra su expresión adecuada ni en el lenguaje de las imágenes de la intuición mítica o empírica, ni tampoco en el ámbito de la existencia "fáctica" o del acaecer empírico-real. Sólo cuando el yo abandona completamente esa esfera, cuando descansa en su esencia y base, puede tocarlo la esencia simple de Dios sin la mediación de una imagen; sólo entonces se le revela la verdad y la intimidad puras de ese vínculo. Por consiguiente, la mística rechaza tanto los elementos mitológicos como los elementos históricos de la fe. Se empeña en superar el dogma, porque inclusive en el dogma predomina todavía el momento representativo, aun cuando se dé al dogma una formulación puramente intelectual. Pues todo dogma aísla y delimita; trata de dotar de la misma precisión que tienen la representación y sus rígidos "productos" a lo que sólo es aprehensible y significativo en la dinámica de la vida religiosa. Así pues, desde el punto de vista de la mística, pertenecen a una misma línea la imagen y el dogma, la expresión "concreta" y la expresión "abstracta" de lo religioso. La encarnación de Dios ya no debe seguírsela concibiendo como un hecho mítico o histórico, sino más bien como proceso que se efectúa incesantemente en la conciencia humana. Aquí no tiene lugar la unificación de dos "naturalezas" contrarias existentes de antemano, sino que de la unidad de la relación religiosa, que para la mística es un único dato conocido y originario, surgen los dos elementos de dicha relación. "El Padre —dice Meister Eckhart— engendra a su hijo sin cesar, y aún digo: no sólo me engendra a mí, su hijo; más aún, me engendra a mí para él y a él para mí." Esta idea básica de una polaridad que pugna por reducir a pura correlación y que, sin embargo, tiene que ser conservada como polaridad es la que define el carácter y el camino de la mística cristiana. De nuevo, este camino está caracterizado por el método de la "teología negativa", practicado aquí consecuentemente a través de todas las "categorías" de la intuición y del pensamiento. Y para llegar a captar lo divino deben primero abandonarse todas las condiciones del ser finito y empírico: el "dónde", el "cuándo" y el "qué". Dios —según Eckhart y Suso— no tiene "dónde"; él es un "anillo circular, el centro del anillo está en todas partes y su circunferencia en ninguna parte". Por consiguiente, cualquier diferencia y oposición de tiempo —pasado, presente y futuro— está extinguida en él; su eternidad es un ahora actual que nada sabe del tiempo. Para él sólo queda la "nada sin nombre", la forma de la informidad. Constantemente la mística cristiana se ve amenazada también por el peligro de que esta nada y esta vacuidad se apoderen no sólo del ser, sino también del yo. Sin embargo, queda todavía una barrera que no traspone la mística cristiana, en contraste con la especulación budista. Pues en el cristianismo, en el cual el problema central es el del yo individual, el problema del alma individual, la liberación respecto del yo sólo puede concebirse de tal modo que signifique asimismo la liberación para el yo. Inclusive ahí donde Eckhart y Tauler parecen aproximarse a los linderos del nirvana budista, dejando que el yo se extinga en Dios, se esfuerzan por preservar la forma individual de esa misma extinción; queda un punto, una "chispita" con la cual el yo sabe del abandono de sí mismo.
| Cassirer Formas Simbólicas II IV |
Este mismo comienzo metódico del conocimiento científico de la naturaleza, una vez alcanzado, en cierto sentido tiene que significar también su final metódico. Más allá de esta meta no parece poder llegar, ni aun siquiera inquirir, pues si lo hiciera, si rebasara todavía ese concepto de objeto alcanzado, caería irremisiblemente, según parece, en un regressus in infinitum. Detrás de cada ser que se da como verdadero y objetivo asomaría otro, sin que se pudiera poner término a esa sucesión ni establecer una "base" firme e inatacable del conocimiento. Para el físico al menos no hay ninguna necesidad ni parece justificarse el abandonarse a esa marcha hacia lo indeterminado. En un cierto punto exige él algo determinado y definitivo, y lo encuentra en cuanto pisa el terreno firme de lo matemático. Una vez que se ha remontado a ese nivel, partiendo del mundo de signos y apariencias de la sensación, adquiere el derecho de permanecer y, por así decirlo, de reposar en él. Incluso el físico moderno suele eludir cualquier duda "epistemológica" sobre el carácter definitivo de su concepto de realidad. Él encuentra una clara y concluyente definición de lo real al definirlo, con Planck, como lo mensurable. Este campo de lo mensurable existe en sí mismo; se contiene y se explica por sí mismo. La objetividad de lo matemático, el firme fundamento de magnitud y número, no debe ser a su vez conmovido, no debe ser minado ni socavado por la reflexión. El temor a ese socavamiento explica el que la ciencia natural rechace la vía del pensamiento "dialéctico". La dirección que a ella le parece natural y adecuada consiste en remontarse de los fenómenos observados a los principios y pasar luego a las consecuencias derivables matemáticamente de ellos, pero no en querer legitimar y fundamentar esos principios mismos. Ahí donde da en seguir ésta su primera tendencia, deja de haber por ella una clara separación entre principios y objetos. Los principios, como lo objetivamente válido, constituyen también lo real propiamente dicho. Inicialmente la ciencia no es capaz de establecer sus determinaciones fundamentales de otro modo que cosificándolas y representándoselas corpóreamente. Aquí priva, por así decirlo, un "materialismo" metodológico que se puede mostrar no sólo en el concepto de materia, sino también en los otros conceptos físicos fundamentales, particularmente en el concepto energía. Reiteradamente muestra la historia del pensamiento científico la fuerza de esta tendencia básica, muestra el afán de transformar lo funcional en sustancial, lo relativo en absoluto, los conceptos de medida en conceptos de cosas.
| Cassirer Formas Simbólicas III Introducción |
De ahí que tanto la vía del análisis "subjetivo" como la del análisis "objetivo" conduzcan aquí a una misma meta. Scheler siguió esencialmente la primera vía: trató, como fenomenólogo, de explorar el complejo de la conciencia del yo y de la "conciencia ajena". Al hacerlo tomó la conciencia en su forma totalmente desarrollada, partiendo de la imagen del mundo de la experiencia "exterior" e "interior", echando sólo en ocasiones una mirada retrospectiva para tomar en consideración configuraciones "más primitivas" de la conciencia. Nosotros, por el contrario, tuvimos que tomar la dirección opuesta, de acuerdo con nuestro planteamiento general del problema. Tuvimos que comenzar con la caracterización del mundo mitológico, considerado como producto del "espíritu objetivo", para alcanzar por vía de "reconstrucción" el estrato de la conciencia que corresponde a ese producto. Sólo cuando los resultados de ambos modos de consideración se aclaran y confirman mutuamente se alcanza el doble punto de vista desde el cual se revela para nosotros la dimensión profunda de la vivencia expresiva pura. Desde el punto de vista de la consideración puramente psicológica sigue siendo una especie de paradoja el hecho de que Scheler sostenga la tesis de que la conciencia ajena precede a la conciencia del yo, y la percepción del tú a la percepción del yo. Pues en cuanto nos ponemos en manos de la introspección, del método de la "autoobservación" psicológica, y nos confiamos sólo a él, todo lo captado en y a través de ella parece quedar ya sujeto a la esfera del propio yo. El yo parece siempre tener que estar "previamente dado" de algún modo antes de que se le revele —ya sea el de los objetos exteriores o el de los sujetos ajenos—. Esta situación, por el contrario, se presenta de manera distinta si se parte de la consideración de las formas simbólicas, en especial de la consideración del mito. Pues quizá no hay nada más característico de la imagen mitológica del mundo que la circunstancia de que, dentro del mismo, el conocimiento del "propio yo", de un "yo mismo" estrictamente individual, si es que existe, no aparece al principio sino al final. El supuesto que la epistemología del "idealismo psicológico" ha colocado con tanta frecuentemente como evidente —la hipótesis de que originariamente sólo pueden estar dados los estados de conciencia propios, y de que recién a partir de éstos y mediante una inferencia puede llegarse a la realidad de otros mundos de vivencias y a la realidad de una naturaleza corpórea— resulta de inmediato enteramente problemático si se observa la estructura de los fenómenos mitológicos. Aquí el yo sólo existe en sí mismo en tanto exista en su contrapartida y se refiera a ésta, a un "tú". Sabe de sí mismo en cuanto se sabe sólo como punto de referencia en esta relación fundamental y originaria. El yo no se posee a sí mismo fuera de este modo de ser-dirigido, fuera de esta intencionalidad hacia otros centros vitales. El yo no es ninguna sustancia cósica que aisladamente pueda ser pensada como existente, separada completamente de todas las demás cosas en el espacio, sino que recién alcanza su contenido, su ser-para-sí, al saberse en un mundo con otras cosas, distinguiéndose de ellas dentro de esa unidad. "No es que a partir del material ‘previamente dado’ de nuestras propias vivencias —subraya Scheler— nos hayamos tenido que formar imágenes de las vivencias ajenas, para introducir después estas vivencias en los fenómenos corpóreos de los demás, sino que primero fluye una corriente de vivencias indiferente al yo-tú, la cual de facto contiene indiviso y entremezclado lo propio y lo ajeno. E inmediatamente en esta corriente se forman poco a poco remolinos más constantes que lentamente van arrastrando hacia su esfera nuevos elementos de la corriente y se van coordinando en este proceso con individuos sucesiva y muy paulatinamente diferenciados." El análisis profundo de la forma de la conciencia mitológica del yo nos ha proporcionado por doquier los ejemplos y pruebas más característicos de este proceso. Aquí podemos echar todavía directamente una ojeada al devenir de cada uno de los remolinos constantes que se apartan gradualmente del continuum de la corriente vital. Podemos rastrear cómo del todo indiferenciado de la vida, que con el mundo humano contiene también el mundo de los animales y plantas, se va destacando y diferenciando muy despacio un ser y una forma "propios" de lo humano; podemos ver también cómo, dentro de ese ser, la "realidad" del género y de la especie precede enteramente a la del individuo. Recién en tales configuraciones de la conciencia cultural y en la ley de la secuencia que se percibe en ellas aprendemos también a captar y comprender de manera penetrante los rasgos básicos de la conciencia individual. Todo aquello que al considerar el alma individual resulta difícil de conocer e interpretar aparece entonces, como dice Platón, "como escrito en grandes letras". Apenas en las grandes creaciones de la conciencia cultural resulta propiamente también legible "el devenir hacia el yo". Pues apenas en sus actos espirituales madura el hombre y llega a la conciencia de su yo al discernir y configurar la secuencia fluida y siempre idéntica de las vivencias, en lugar de abandonarse a ella. Y sólo en esta imagen de la realidad configurada de las vivencias se encuentra a sí mismo como "sujeto", como centro monádico de la existencia multiforme. En el mito puede rastrearse todavía paso a paso ese acto de introversión y autodescubrimiento. Lo que primariamente se "da" en el mito es el hecho de que el hombre, por así decirlo, es dividido y desgarrado entre las múltiples impresiones externas, cada una de las cuales porta un determinado carácter mítico-mágico. Cada una de ellas con su existencia pretende arrastrar a su esfera a la totalidad de la conciencia humana, imprimiéndole cada una su propio color y ambiente. Inicialmente el yo no tiene nada que oponer a esa impresión ni es capaz de modificarla; todo lo que puede hacer es aceptarla y dejarse apresar por ella en ese acto de aceptación. Es así como el yo se convierte en juguete de todos los momentos expresivos que se le ofrecen en determinados fenómenos aislados que lo asaltan de repente sin que pueda oponer resistencia alguna. Estos momentos se suceden sin orden fijo y sin conexión entre sí; de manera imprevisible cambian su "rostro" mitológico las diversas formas. Repentinamente pueden transformarse en su opuesto las impresiones de lo acogedor, familiar, abrigador y protector: en lo inaccesible, sobrecogedor y tétrico. La realidad —como ha mostrado en especial Usener con su diferenciación entre "dioses instantáneos" y "dioses específicos"— es "demoniaca" en este sentido por completo indeterminado antes de que se convierta en un reino de "demonios" precisamente diferenciados entre sí y dotados de propiedades y rasgos distintivos y personales. Esto ocurre cuando se va desbaratando el laberinto de las impresiones heterogéneas, que se suceden en cambios multicolores y se van condensando en figuras, cada una de las cuales porta una esencia determinada. De las vivencias mitológicas elementales, que surgen como de la nada y vuelven a disolverse en ésta, últimamente se va perfilando algo semejante a la unidad de un carácter. Los fenómenos expresivos puros en cuanto tales también conservan todavía su antiguo vigor, pero se engarzan en una nueva relación, se entrelazan de modo más estrecho y se convierten en configuraciones de un orden superior. La expresión no sólo es vivida sino que también es valorada caracteriológicamente en cierto modo. El demonio o el dios son identificados y distinguidos de otros por determinados rasgos fisiognómicos relativamente permanentes. Y lo que el mito comienza en esta dirección es completado por el lenguaje y por el arte, pues la completa individualidad la debe el dios al nombre y a la imagen divinos. Por tanto, la intuición de sí mismo, como una esencia individual determinada y claramente delimitada, no es el punto de partida desde el cual el hombre se construye de manera progresiva su visión global de la realidad, sino que esa intuición misma es el final, el fruto maduro de un proceso creador en el cual toman parte y se compenetran todas las diversas energías básicas del espíritu.
| Cassirer Formas Simbólicas III I |
Pero esa unidad y simplicidad, esa autoevidencia, desaparece al punto y da lugar a una problemática muy compleja en cuanto la consideración puramente teórica del mundo, la filosofía, se ocupa del fenómeno expresivo y la llama a juicio. Pues ahora la diversidad de los momentos que entraña aumenta hasta convertirse en una diversidad de origen. La cuestión fenomenológica se transforma en una ontológica; en lugar de abandonarse a lo que la expresión manifiesta como su "sentido", se pregunta por el ser que se encuentra en la base de ella. Ese ser no puede ser pensado como simple, sino que más bien se presenta como una combinación de dos componentes heterogéneos. "Físico" y "psíquico", "alma" y "cuerpo" están vinculados en él y referidos uno al otro. Sin embargo ¿cómo sería posible semejante "enlace" entre dos polos si ambos procedieran de mundos distintos y siguieran perteneciendo a ellos? ¿Cómo puede permanecer y existir unido en la experiencia lo que en la esencia metafísica de las cosas mismas parece ser simplemente opuesto? El vínculo que en el fenómeno de la expresión envuelve la existencia anímica y corporal se rompe por lo tanto en el momento en que se pasa del plano del fenómeno al del ser verdadero, al plano del conocimiento metafísico. Entre aquello que es el cuerpo y lo que es el alma, ambos como sustancias metafísicas, no existe ninguna mediación posible. El afán de la ontología, fundado ya en su planteamiento original del problema, es transformar todos los problemas de sentido en puros problemas del ser. El ser es en última instancia el fundamento en el cual debe ser afianzado de algún modo todo sentido. Ninguna relación puramente simbólica pasa por conocida y asegurada mientras no se haya logrado mostrar su fundamentum in re, esto es, mientras aquello que significa en sí misma no se haya reducido a una determinación real y haya sido fundamentado en ésta. Y aquí son principalmente dos las determinaciones que dominan toda la problemática de la metafísica: el concepto de cosa y el concepto de causa. En las categorías de cosa y de causalidad desembocan en última instancia todas las demás relaciones y son absorbidas literalmente por ellas. Lo que no se da directamente como una relación de "cosas" y "atributos", de "causas" y "efectos" o lo que no se puede transformar en esa relación mediante el trabajo intelectual teórico, queda en última instancia sin entenderse y esa imposibilidad de comprensión hace también sospechosa su existencia y amenaza con reducirlo a una apariencia inexistente, a una ilusión de los sentidos o de la imaginación.
| Cassirer Formas Simbólicas III I |
Si tenemos presente ese punto de partida de la teoría de conjuntos, no puede causarnos asombro que su aplicación haya encontrado finalmente ciertas barreras que podríamos denominar barreras del "sentido específico". Si se supone que en el reino de lo pensable existen ciertas leyes específicas del sentido, entonces éstas tienen que poner límite algún día a esa síntesis arbitraria de "todo con todo". Surgirán ciertas leyes básicas de enlace mediante las cuales algunas unificaciones se reconozcan como admisibles y materialmente válidas, mientras que a otras se les tiene que negar esa validez. Configuraciones de este último tipo se revelaron al pensamiento matemático del siglo XIX en las antinomias de la teoría de conjuntos. Inicialmente divergían con claridad las opiniones sobre la posibilidad de resolver esas antinomias, así como también sobre el camino que debía seguirse para resolverlas. Sin embargo, era cosa segura que tenía que abandonarse la definición "irrestricta" de conjuntos. Inicialmente se siguió la dirección del "pensamiento axiomático" y se entendió otra vez en un sentido puramente "formal" la condición limitativa que se había ya reconocido como indispensable. La arbitrariedad en la definición de conjuntos, así como también en la formulación de enunciados sobre sus elementos, fue limitada mediante ciertos axiomas de modo que se pudieran evitar contradicciones dentro de la teoría de conjuntos y, por otra parte, quedara incólume la importancia y aplicabilidad de esa teoría a pesar de las limitaciones impuestas. Mediante tales precauciones lógicas parecieron quedar satisfechas en todo sentido las necesidades técnicas de la matemática. Las investigaciones de Zermelo sobre los fundamentos de la teoría de conjuntos y la teoría de tipos de Russell tomaron ese camino. Esta última, por ejemplo, impide la entrada a la matemática legítima a un cierto procedimiento de formación de conjuntos, al procedimiento llamado "impredicativo", con arreglo al cual un concepto que pertenece a una cierta totalidad es definido de modo que en su definición entra esa misma totalidad. Se establece que ninguna totalidad debe contener miembros que sólo resultan definibles por medio de esa misma totalidad. Con todo, aun cuando se logre evitar que aparezcan contradicciones mediante semejantes prohibiciones, una pregunta acerca de ese procedimiento queda todavía pendiente. La axiomática nos impone materialmente una cierta prohibición, pero sin explicarnos su "razón" metodológica propiamente dicha. La validez de un cierto axioma —por ejemplo la validez del "axioma de reductibilidad" introducido por Russell— se manifiesta en sus consecuencias favorables, en la eliminación de los conjuntos "contradictorios", pero sin que se entienda su necesidad interna. Entendemos su "qué" pero no su "porqué". Mediante la axiomática se evita sólo que aparezca algún síntoma patológico, pero siempre queda la duda de si con ello en verdad se identificó y evitó también el meollo de la enfermedad misma que se manifiesta por el síntoma, y mientras no haya certidumbre al respecto hay que contar con su posible aparición en otro sitio. "El cerco de la axiomática" —como se ha llamado drásticamente esa situación— protege, como dice Poincaré, las ovejas legítimas de la teoría de conjuntos de cualquier ataque por parte de los lobos paradójicos contra su pacífico redil. Contra la durabilidad del cerco no cabe duda alguna. Sin embargo ¿quién garantiza que por descuido no hayan quedado dentro del cerco algunos lobos que aún no hemos notado y que pudieran algún día atacar el rebaño de ovejas y devastar otra vez el terreno cercado como ocurrió a principios de siglo? En otras palabras ¿cómo nos aseguramos de que los axiomas no ocultan algunos gérmenes que puedan producir contradicciones aún desconocidas en cuanto sean expuestos a una interacción suficiente por medio de ciertas formas de inferencia? El afán de llegar a asegurarse no provisional sino definitivamente, condujo de nuevo a la matemática moderna al foco y meollo del conflicto, esto es, al problema de la definición matemática y de la "existencia" matemática. Con ello quedó justificada la distinción fijada ya clara y precisamente por Leibniz entre definiciones nominales y definiciones reales. No toda síntesis de características expresable en palabras basta para determinar un objeto matemático y para garantizar su "posibilidad". A fin de asegurar esa posibilidad es menester sustituir en cada caso la palabra por su significado y tomar la decisión a partir de los criterios de ese significado. Con totalidades infinitas en especial no es posible operar sin plantear y contestar previamente la cuestión relativa al modo y a los medios en virtud de los cuales pueda "darse" al pensamiento esa totalidad. Los conjuntos "paradójicos" muestran con especial claridad que ese "darse" no es nunca un simple acto colectivo que pueda ocurrir mediante la pura "recolección" de elementos determinados meramente por alguna "propiedad" común, ya que la exigencia de reunir todo lo que participe de esa propiedad establece primero un simple postulado cuyo cumplimiento no está en modo alguno garantizado. Recién la unidad, no meramente colectiva sino "constitutiva" de una ley que determine la construcción de un conjunto puede ayudarnos a disipar la duda relativa al posible cumplimiento, ya que la ley abarca no sólo una infinitud de posibles casos de aplicación, sino que ella misma la genera. Con todo, esa convicción conduce a la matemática moderna por nuevos y propios caminos nuevamente al punto del que había partido Leibniz como metodólogo del pensamiento matemático. Otra vez se ha reconocido la relación que existe entre la auténtica "definición real" y la "definición genética". En este sentido subraya también Weyl que para llegar a una fundamentación verdaderamente segura y duradera del análisis es menester partir del puro "procedimiento de iteración". La teoría pura del número se convierte de nuevo en meollo de la matemática, de modo que la categoría de "número natural", junto con su respectiva relación originaria, por medio de la cual se expresa la relación de "secuencia inmediata" en el orden de los números, determina el "campo absoluto de operación" de la matemática. Del proceso de iteración, esto es, el proceso siempre posible de avanzar al infinito en una serie, se pueden extraer las conclusiones básicas sobre los números naturales en que se funda lógicamente toda la matemática pura.
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